La respuesta mundial a la
pandemia del coronavirus ha dejado patente que, país por país, hemos vuelto a
actuar cuando la infección nos ha explotado literalmente en la cara. ¿Por qué
actuamos así? ¿Nos condiciona nuestra naturaleza? ¿Modifican en algo las
crisis, infecciosas o ambientales, nuestra capacidad de respuesta? ¿Hay
esperanza de que la especie humana aprenda de este episodio, o nuestra inercia
genética nos llevará de nuevo a tropezar con la misma piedra infecciosa?
En el año 2002, una peligrosa
epidemia de coronavirus causó una alarma mundial al provocar síndrome de
insuficiencia respiratoria aguda. Este virus, el SARS, tenía una letalidad del
9,5 %, se originó en China y, al parecer, provenía de murciélagos. Los animales
salvajes son reservorios naturales de virus que, de un modo u otro, pueden
saltar al ser humano, sobre todo si se trata de animales voladores como las
aves o los murciélagos, que pueden fácilmente sobrevolar granjas y depositar
heces que infecten animales domésticos que luego entren en contacto con el ser
humano. Aunque posible, este salto es infrecuente, y los seres humanos estamos
generalmente a salvo. La mayoría de estos cambios de hospedador terminan en
catarros y afecciones poco importantes que pasan desapercibidas. Sin embargo,
el caso de los murciélagos es peliagudo porque al ser mamíferos tienen un
sistema inmunitario similar al humano, y en el caso de los SARS, por ejemplo,
el receptor que utiliza el virus para colonizar el animal es el mismo que en el
ser humano. Además, la carga viral de estos mamíferos voladores es enorme
(Shipley et al., 2019). Tras unos esfuerzos internacionales de contención, la
epidemia se pudo frenar, y el virus desapareció con los casi 800 fallecidos que
tristemente se llevó por delante. El mismo año, otro coronavirus saltó al ser
humano, también proveniente del murciélago, en este caso probablemente usando
el camello como intermediario. El MERS tuvo el epicentro en la península
arábiga y, con una mortalidad del 34 %, tampoco llegó a ser pandemia. En el
2007, varios virólogos dejaron a un lado el normalmente neutro y frío estilo de
los artículos científicos para indicar, directamente, que la combinación de
mercados de animales salvajes en China y la carga viral de los mismos era una
bomba de relojería a punto de estallar (Cheng et al., 2007).
«Este mundo global en el ámbito económico se vio incapaz de
orquestar una respuesta contundente y uniforme a la amenaza de la pandemia»
Otro aviso fuera de los
coronavirus lo dio el virus del Ébola. En este caso, la mortalidad era tan alta
–cercana al 50%–, el contagio tan directo y los síntomas tan graves, que los
pacientes infectados no tenían casi oportunidad de transmisión. Aun así, el
susto fue mayúsculo y la humanidad tuvo la suerte de que se originó en zonas
rurales del continente africano sin demasiado tránsito. Sin embargo, no hay que
bajar la guardia porque como vemos estos días a raíz de los brotes de Ébola en
África Occidental el virus no ha sido erradicado ni mucho menos. Pero a la
cuarta fue la vencida: el SARS-CoV-2 saltó al humano de nuevo en China y llegó
a una ciudad vibrante con millones de habitantes, aunque esta vez con una menor
mortalidad. De hecho, la gente joven y sobre todo los niños resultan ser en un
gran porcentaje asintomáticos, de tal manera que pueden actuar como vectores
silenciosos del microorganismo. El intenso tráfico aéreo, las aglomeraciones humanas
en grandes eventos y lo aparentemente lejano que resulta el país asiático
hicieron el resto. En un par de meses, el virus se había extendido por todo el
mundo, global a nivel económico y comercial, pero que no acaba de entender que
también lo es para las especies invasoras, ya sean esos picudos rojos que
destrozan los palmerales, peligrosas avispas asesinas, mosquitos tigre
transmisores de enfermedades por ahora tropicales, o enemigos mucho más
silenciosos y causantes de epidemias. Los países desoyeron los avisos de China,
la OMS, Irán, e incluso la cercana Italia. La globalización se materializó en
forma de virus con envoltura de corona, y ese mundo global en el ámbito
económico se vio incapaz de orquestar una respuesta contundente y uniforme a la
amenaza.
En Corea del Sur, por ejemplo, decidieron hacer controles masivos a la población para determinar quién tenía y quién no la infección. Esto resultó ser extraordinariamente efectivo, al poder identificar a portadores sanos e incluso totalmente asintomáticos a los que se aisló. En España, sin embargo, con un sector biotecnológico abandonado y poco desarrollado, no se podía siquiera proporcionar reactivos homologados para realizar los test, por lo que el país quedó a expensas de kits extranjeros, que llegaron tarde y mal. De la noche a la mañana, el mundo entero quedó desabastecido de material porque nadie había hecho acopio con antelación, lo que llevó a los gobiernos a requisarlo e incluso a recurrir a prácticas poco éticas para arrebatarse equipamiento entre países. En China, la población obedeció a rajatabla a sus dirigentes tras unas medidas tan extremas que en el resto del mundo se asociaron a un régimen totalitario y a estrategias anacrónicas que se pensaba que nunca harían falta en la moderna y medicalizada Europa, donde los científicos y los reporteros hablaban con sorna de un virus que en realidad era como una gripe. En el Reino Unido, el primer ministro recurrió inicialmente a la «inmunidad de rebaño», permitiendo –e incluso incentivando– a la población exponerse al patógeno en vistas de su poca letalidad en jóvenes, aislando a los mayores y personas de riesgo. En Estados Unidos, donde 38 millones de personas no tienen seguro médico, el presidente argumentó que la naturaleza de sus conciudadanos no era la de esconderse ante el peligro y que la mayoría de los ancianos del país estarían dispuestos a morir llegado el caso si eso suponía no romper el sueño americano de sus jóvenes. En Brasil, el presidente Bolsonaro hacía chistes sobre esta «gripe» y su homólogo en México, donde millones de personas viven en la calle, se mofaba ante los medios de no necesitar gel desinfectante y de que la Virgen de Guadalupe los protegería. Al final, todos esos países han acabado tomando las decisiones extremas chinas que recuerdan más a los tiempos de la peste bubónica que a la era digital y global del siglo XXI. La pregunta es, por tanto, si esa falta de previsión fue fruto de una mala información sobre lo que se venía encima, o si es consecuencia de una valoración absolutamente equivocada de esa información. A favor de lo primero, hay que recordar la incompleta y en muchos casos errónea información que se tenía sobre el virus: la ciencia se precipitó, y en aras de proporcionar datos sobre la amenaza de forma inmediata, se publicaron decenas de artículos con muy poca solidez, con un tamaño muestral tan pequeño y con una evidencia tan cuestionable, que no habrían sido publicados en otras circunstancias. A favor de lo segundo, hay que decir que la información llegó fluida, las editoriales científicas pusieron todo el contenido de sus revistas en abierto en una decisión sin precedentes, la OMS indicó desde el principio y hasta la saciedad su recomendación de realizar tests, y el mundo globalizado e hiperconectado se encargó de que tuviéramos testimonios en primera persona de médicos –tanto chinos como italianos– avisando de lo contagioso del patógeno y de sus fatídicas consecuencias.
«La pésima gestión, ¿es un tema coyuntural de esta pandemia o
deriva de la propia naturaleza humana que nos hace confiar en un desenlace
feliz aunque los datos nos sugieren lo contrario?»
En medio de este tremendo KO
colectivo, las tertulias y redes sociales se llenaron de una consigna clara:
saldríamos reforzados de esta crisis. Pero ante los ojos atónitos de la
ciudadanía, país tras país, a excepción de casos aislados y significativos como
el de China, hemos ido cayendo, inexplicablemente, en una segunda y tercera
oleada del virus con números desorbitantes que superan el millón de infectados
en muchos países. Por tanto, esta pésima gestión ¿es un tema coyuntural de esta
pandemia o deriva de la propia naturaleza humana que nos hace confiar en un
desenlace feliz, aunque los datos nos sugieran lo contrario? En este sentido,
es interesante señalar que, año tras año, las encuestas del CIS reflejan cómo
los españoles que están en peor situación económica que el año anterior
consideran, por un lado, que la situación económica del país no mejorará a
medio plazo, pero sin embargo que su situación particular será mejor al año
siguiente. ¿Podría estar el ser humano diseñado para ser optimista? ¿Es esa
previsión a mejor la que nos motiva a luchar y emprender? ¿Es la misma que nos
empuja a seguir apostando en la ruleta o jugar a la lotería aun cuando las
probabilidades de ganar son ínfimas? ¿La misma, quizá, que nos hace restar
importancia a la probabilidad de que un virus mortal se extienda por nuestra
ciudad, hasta tener la pandemia a las puertas de casa? Es difícil estimar el
porcentaje de optimistas y de pesimistas en la especie humana, pero a la vista
de las circunstancias, la mayoría de la población pensó que no se vería
afectada por el virus. Hubo por supuesto gente más realista que sí consideró la
necesidad de prepararse para lo peor, pero esa apuesta por la previsión fue en
general tachada de «ceniza» por una mayoría cortoplacista. Curiosamente, los
políticos de la mayoría de los países no apostaron por ser previsores sino por
dar una imagen de seguridad y superioridad donde la economía iba a primar y
donde la confianza en sus sistemas sanitarios iba a poder hacer frente a la
amenaza invisible. Así pues, en esta versión moderna de la fábula, a los
políticos les tocó el papel de cigarra, y a los científicos el de hormigas
agoreras.
Cortoplacistas versus largoplacistas
Todo parece apuntar a que padecemos una incapacidad de respuesta común que, al menos en la actualidad, nos limita bastante como especie en este tipo de situaciones. El premio Nobel de Medicina Konrad Lorenz, padre de la etología comparada, dedicada al estudio del comportamiento animal y humano desde una perspectiva evolutiva, nos hizo ver hace ya algunas décadas estos aspectos de la condición humana. Sus observaciones concluyeron que, para una parte considerable de la población, los acontecimientos ocurridos fuera de su entorno geográfico de acción e influencia, siempre son vividos como algo lejano, poco o nada amenazantes, para los que no es necesaria una respuesta propia e inmediata. No es lo mismo –explicaba– la muerte de personas que viven alejadas de nosotros, pongamos por caso, que la de cercanas (Lorenz, 1974). Argumentaba que esta predisposición, sin duda poco empática, insolidaria y éticamente cuestionable hoy, no nacía de una respuesta razonada, consciente y voluntaria, sino más bien de nuestra profunda y atávica condición animal a la que todos estamos sujetos. Tres venían a ser los motivos de este comportamiento: por una parte, el estricto distanciamiento físico del problema que nos mantiene, aparentemente, fuera de la amenaza; por otra, la baja probabilidad de que las personas afectadas estén emparentadas (genética o emocionalmente) con nosotros; y, por último, un mecanismo psicológico regulador del estrés que impide que nos veamos afectados seriamente por la muerte de personas o cualquier otro desastre ocurrido en el planeta fuera de nuestro ámbito de influencia. No parece descabellado pensar que un mecanismo de defensa así concebido haya evolucionado para regular de manera inconsciente nuestra conducta y, con ella, nuestras capacidades de respuesta y nuestra probabilidad de supervivencia. Aunque no siempre es así: un número también considerable de personas no sienten esas limitaciones y muestran frente a los problemas ajenos y lejanos un grado de vinculación emocional parecido al que sentirían si fueran propios y cercanos. ¿Podrían encajar estos aspectos del perfil psicológico humano con los que nos hemos referido como corto y largoplacistas? ¿Son los primeros más proclives a dejar los asuntos correr hasta ver qué sucede, mientras que los segundos, previsores proactivos, están emocionalmente más vinculados a posibles catástrofes foráneas? ¿Son estas respuestas alternativas expresión de atávicas estrategias adaptativas que tuvieron, en algún momento de nuestra historia evolutiva, un interés para nuestra supervivencia? Existe una llamativa polaridad en lo que coloquialmente llamamos perfil psicológico, puesta de manifiesto en las respuestas que concebimos y estamos dispuestos a llevar a cabo ante un buen número de problemas que como especie se nos plantean. A grandes rasgos, las sociedades libres aparecen fuertemente divididas en dos grandes bloques de comportamiento, a los que, también de forma muy general y sin entrar en matizaciones, podríamos denominar como largoplacistas y cortoplacistas. El perfil largoplacista estaría constituido por personas capaces, entre otras cosas, de proyectar el futuro de forma comprometida y solidaria en el presente, asumir su responsabilidad y llevar a cabo acciones y estrategias que permitan una mejora de los acontecimientos colectivos venideros. Mientras los inclinados a manifestar un perfil cortoplacista, siendo capaces igualmente de proyectar los acontecimientos venideros en el presente, no se sentirían inclinados a tomar partido como elementos activos del conjunto, sino que preferirían mantenerse un tanto al margen y adoptar criterios y estrategias que mantuviesen o mejoras en su estatus y el de su entorno inmediato a corto plazo.
Parece haber indicios suficientes para pensar que nos encontramos, en realidad, ante dos estructuras mentales de pensamiento, originadas muy al comienzo de nuestra condición de especie. Dos estrategias de pensamiento que debieron tener un origen adaptativo al permitirnos flexibilizar y ampliar el espectro de posibles respuestas para mejorar nuestra supervivencia: anticipándonos a eventuales y futuros problemas que podían ser atisbados y que nos afectaban como grupo o, por el contrario, ignorándolos para centrarnos en el presente y así resolver las necesidades inmediatas. Imaginemos un grupo de humanos paleolíticos que, acuciados por la futura desaparición de las grandes presas, se viese en la tesitura de adoptar una respuesta activa o pasiva. Convengamos en que una respuesta activa podría ser desplazarse tras sus presas: seguir a los grandes rebaños allá donde se desplazaran; y que, por el contrario, una respuesta pasiva estaría relacionada con la decisión de quedarse y adaptar la dieta en el terreno conocido, confiando en la recolección de vegetales y la caza de pequeñas piezas. Dada la imposibilidad de prever los acontecimientos futuros y, en consecuencia, cuál de las alternativas sería la acertada, adoptar una o la contraria dependería del carácter corto o largoplacista de cada uno de los individuos del grupo. En esas circunstancias, contar con una alternativa en la respuesta, aunque fuera a expensas de la separación del grupo, qué duda cabe que resultaba la mejor de las opciones, asegurando, al menos, la supervivencia de una parte del grupo o, en el peor de los casos, aumentando su probabilidad. ¿Qué proporción de cortoplacistas y largoplacistas existió en las sociedades ancestrales?
La aplicación de la teoría de juegos al comportamiento animal puede darnos alguna respuesta (Wright, 2005). El desaparecido John Maynard-Smith propuso que las estrategias de comportamiento alcanzan unas proporciones que pueden ser inicialmente variables pero que, a lo largo del tiempo evolutivo, se estabilizan en unos valores matemáticamente medibles en base a su valor adaptativo (Maynard-Smith, 1984). Por ejemplo, imaginemos una población de cazadores donde existe un individuo cuya genética le induce a robar piezas cazadas por sus congéneres. Al ahorrarse el esfuerzo, tiempo y riesgo de la caza, este individuo prosperaría y acabaría teniendo mayor descendencia, transmitiendo sus genes o sus hábitos. Con el paso de las generaciones, los ladrones aumentarían en proporción, pero llegaría un momento en que no tendrían acceso a suficiente comida porque el número de cazadores disminuiría. De esta forma, ser ladrón sería menos adaptativo, y de nuevo existiría una ventaja por el hecho de cazar la propia comida. Tras el paso del tiempo, la población alcanzaría un equilibrio, en el cual las proporciones de ladrones y cazadores (digamos un 20 y un 80 por ciento, respectivamente) serían estables en el tiempo. Si aplicamos este concepto de estrategias evolutivamente estables a los cortos y largoplacistas, también esperaríamos tener ambas tendencias en la población, unos solucionando los problemas inmediatos y rutinarios, y otros, probablemente en menor proporción, con capacidad de prever problemas y aportar soluciones anticipadas.
«La actual pandemia ha puesto a prueba nuestra capacidad de
respuesta ante eventuales crisis mundiales y, ciertamente, no hemos salido muy
bien parados»
Esta tendencia al corto o
largoplacismo puede no ser algo totalmente determinante y es lógico pensar que
la experiencia juegue un papel en estos comportamientos, de tal manera que
individuos de mayor edad sean más largoplacistas. Sin embargo, alguna tendencia
meramente genética es también evidente, e incluso de diferencias entre sexos.
Los estudios de psicología y de gestión de empresas muestran, por ejemplo, que
las mujeres son generalmente más previsoras y toman más decisiones pensando en
el bien común o en beneficios a largo plazo, mientras que los hombres suelen
ser más individualistas y tomar las decisiones pensando en beneficios a corto
plazo. En este sentido, no podemos pasar por alto que muchos de los países que
parecen haber hecho frente a la pandemia con mayor previsión son dirigidos por
mujeres, tal como demuestran los datos de fallecidos o infectados por millón de
habitantes en Nueva Zelanda, Alemania, o Taiwán, entre otros. Algunos de los
mayores desastres en la previsión de las consecuencias del coronavirus, así
como los principales negacionistas del cambio climático, son, por el contrario,
mayoritariamente hombres. Si asumimos la hipótesis del cortoplacismo como
cierta, nuestra incomprensible dejadez ante los acontecimientos que se nos
venían encima podría pues tener una explicación – que no una justificación- en
la propia condición humana. Aunque esta contraposición, dualidad o flexibilidad
en la respuesta ante un eventual problema que puede afectar a todo el grupo –en
nuestro mundo globalizado a toda la especie- sin duda debió tener una clara
ventaja adaptativa en el pasado, en la actualidad esta estrategia evolutiva no
parece tener sentido. Los conocimientos actuales nos permiten, ante una amplia
casuística de futuras crisis, predecir y modelar los posibles escenarios
futuros para actuar en consecuencia, lo que no era posible en una sociedad primitiva.
De ahí que lo que pudo desarrollarse como una estrategia evolutivamente
estable, hoy solo se exprese como una recalcitrante divergencia de opiniones
que nos enfrenta y nos impide unificar esfuerzos y acciones en pos de un
objetivo común.
Perspectivas futuras
Ante la previsible crisis global
que se nos viene encima, de cuyos efectos a corto plazo tenemos ya sobradas
evidencias, parece razonable considerar nuestras capacidades y aptitudes como
especie para establecer respuestas más eficaces y ajustadas a la condición
humana. De hecho, el conocimiento de estos aspectos de nuestra naturaleza
podría ayudarnos a gestionar mejor las crisis globales. Por ejemplo, la gestión
de la pandemia del SARS-CoV-2 nos sugiere la necesidad de poner al frente de
nuestras instituciones y puestos en los que se toman decisiones que nos afectan
a todos como especie a largoplacistas capaces de prever los acontecimientos y
de adoptar estrategias con visión de futuro. Estas medidas largoplacistas
pueden trascender las fronteras y, por tanto, deberían reforzarse también en
organismos supranacionales que no estén presionados por períodos de
legislatura. En este sentido, si algo nos enseña esta pandemia es que la
globalidad no debe limitarse meramente a lo económico y comercial, sino que es
un concepto que debe ir encaminado también a solucionar problemas globales,
como los sanitarios o los ambientales.
«La globalidad no debe limitarse a lo económico y comercial,
sino que ha de ir encaminada también a solucionar problemas como los sanitarios
o los ambientales»
De hecho, no es casualidad que
estos aspectos globales estén relacionados: los estudios de cambio climático y
de disminución de la biodiversidad, por ejemplo, han demostrado que las
infecciones pueden estar relacionadas con ambos procesos. Las continuas y
masivas extracciones de fauna salvaje, bien para su consumo, como animales de
compañía o para usos medicinales, unido a su tráfico globalizado, configuran el
escenario perfecto para la introducción de especies exóticas invasoras y la
aparición de zoonosis como las descritas en las últimas décadas. Así queda
reflejado en un reciente estudio que establece la correlación entre la pérdida
de biodiversidad, la sobreexplotación de los sistemas naturales y la aparición
de nuevas enfermedades víricas (Johnson et al., 2020). Los ecosistemas que
mantienen en buen estado la estructura de sus comunidades y los flujos de
materia y energía asociados presentan mayor capacidad de resiliencia y, con
ella, de amortiguar las alteraciones del sistema, sean estas o no de origen
antrópico. Este efecto protector ante infecciones por dilución de las cargas
víricas se conoce desde antiguo y fue ya expuesto hace una década (Keesing et
al., 2010) y poco después demostrado por P. T. J. Johnson y D. W. Thieltges
(Valladares, 2020). La actual pandemia ha puesto a prueba nuestra capacidad de
respuesta ante eventuales crisis mundiales y, ciertamente, no hemos salido muy
bien parados. Haríamos bien, por tanto, en revisar nuestros comportamientos y
en ser conscientes de las limitaciones que nos condicionan como grupo,
ajustándonos a nuestras capacidades para centrar mejor una respuesta colectiva
ante crisis globales. Sin duda estamos sujetos, como el resto de la vida, a una
historia evolutiva que nos posibilita, pero también nos limita en esa capacidad
de respuesta como especie. Rechazar estas consideraciones es persistir en el
error. Es innegable que la crisis pandémica nos indica que no se ha escuchado a
la ciencia con antelación, con unas consecuencias nefastas. Y ello a pesar de
que no se trata de la mayor crisis a la que realmente nos enfrentamos, que es
sin duda la del cambio climático, ante cuya amenaza tampoco hemos sido capaces
de tomar decisiones globales que proporcionen algo de esperanza. ¿Significa esto
que también nos ha estallado la bomba de la crisis climática en la cara?
¿Actuaremos también el día veintinueve?
Agradecimientos
Los autores quieren dar las
gracias a los siguientes profesionales por su lectura crítica del texto
original y sus sugerencias y comentarios, que han mejorado el contenido y
claridad del artículo: Manuel Mira Candel, Milagros Navarro Martínez, Bob
Rosier, Pedro Manuel Lamas, Chema Catarineu y Gonzalo González.
Referencias
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Woo, P. C. Y., & Yuen, K. Y. (2007). Severe acute respiratory syndrome
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Johnson, P. T. J., & Thieltges,
D. W. (2010). Diversity, decoys and the dilution effect: how ecological
communities affect disease risk. Journal of Experimental Biology,
213(6), 961–970. https://doi.org/10.1242/jeb.037721
Keesing, F., Belden, L. K.,
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cara del espejo. Plaza & Janés.
Maynard-Smith, J. (1984). La
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Shipley, R., Wright, E., Selden,
D., Wu, G., Aegerter, J., Fooks, A. R., Banyard, A. C. (2019). Bats and
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Valladares, F. (2020).
Coronavirus, un desafío a nuestro sistema global [vídeo]. https://youtu.be/hENe_R_Xfmw
Wright, R. (2005). Nadie pierde. La
teoría de juegos y la lógica del destino humano. Tusquets editores.
Autores:
Alejandro Mira Obrador
Biólogo evolutivo y doctor en
Biología por la Universidad de Oxford. Actualmente es investigador senior en la
Fundación FISABIO de València.
Trino Ferrández Verdú
Doctor en Biología, cofundador de
la Sociedad de Estudios Biológicos Iberoafricanos y autor del libro Sapiens
(Atlantis, 2012).
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